Le entró una cosa rara por el oido. Parece
techaga´u, pero ambiguo y demasiado etéreo. Ella
lo entendió como una sinestesia espacio-temporal, casi como un entre-lugar. Sus
antecesores (también migrantes) colocaron siempre el techaga´u dentro de un relato
que raspa lo trágico, la diáspora por obligación, el exilio con dolor. Sus
amigos, más cercanos a las ideas que ella profesaba, intentaban a toda costa
salir de ese ykuabolanhos gigante que era Paraguay. Para ellos, el techaga´u no
existía, porque salir era un alivio. Alivio económico, cultural, político,
estético. Hasta que alguna desgracia tocaba a la puerta y las cosas no
funcionaban según el plan… batte saudade, né?, pregunta un día João al ver la cara de preocupación de María con las cuentas
y la panela de feijão recalentado vacía. Para esos casos existía la solidaridad
que trasgredía la ficción de las fronteras nacionales y los amigos migrantes de
todos los países recreaban el discurso de la América Latina unida y soberana a
partir de una finalidad bien práctica: almorzar, matar a un león por día.
El concepto
heredado de abuelos y padres migrantes perdía sentido para ella. João coloca un
playlist de Cigarettes after sex y eso bastaba. El calor del cariri cearense contribuía
a la síntesis de multiples determinaciones que permitían a la sinestesia
desplegarse. Asunción y Crato se parecen en algo que remite a una tierra sin
mal… a las épocas de vivir raspando, pagando cuentas, pero a la vez vivir
lugares cada vez más inexistentes como la independencia, el placer, la danza. Y
ese conjunto de similitudes permitía traer a su piel la memoria de lo bueno
escondido en los dos lugares. Porque los abuelos, los padres y hasta algunos
amigos colocaron siempre el techaga´u en ese lugar del que no se halla y, sin
embargo, uno podía hallarse y hasta confundirse cuando se está viviendo en un
entre-lugar que trae lo más lindo de esos dos mundos tranquilos. Lejos del fascismo
paraguayo que aplaude desalojos y defiende lo indefendible. Lejos de ese autoritarismo
brasilero con su policía militar, su también golpe, hasta su mirar despectivo a
tus documentos paraguayos.
Lejos estaba
ella de sentir en el purahei jahe´o o en la polka algo parecido a la
identificación, a la subjetivación de sus deseos. Menos aún en la guarania,
aquella cadencia triste que le daba ganas de saltar la pista y poner algo
alegre. La reacción que iniciaba en el oído y pasaba al resto del cuerpo se
explicaba en esa selección aleatoria que iniciaba en el pop industrial para
luego pasar a los sonidos guturales de una extinta banda de rock paraguayo que
debía uno de sus éxitos principales a la figura mítica del pombero.
Existía para
ella la incerteza de ser madre, el no deseo a reproducirse, la convicción
política de que la mujer decide sobre su cuerpo. Pero al mismo tiempo, también existía
la certeza ancestral de que sus descendientes, en caso de existir, serían
migrantes. Una suerte de mandato milenario los llevaría a repetir el camino de
sus padres, abuelos y bisabuelos. La tierra sin mal podía tener sabor a hoyin,
a aguardiente o ser muy picante. En ella se podría mascar coca o cherar po.
Daba lo mismo. El punto es que esa tierra sin mal existía para ella y existiría
también para sus desendientes que saldrían a buscarla. Sólo le quedó
preguntarse cual sería el sentido que estos le darpian a esa palabra heredada, la
connotación experiencial que otorgarían a eso que ella consideraba un temblor
ambiguo y leve en su cuerpo. Una de las pocas palabras en guaraní que aprendió
de su madre.
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