Era el nombre de una película medio
de acción, medio de terror. Recuerda que luego de verla en el cine, por un buen
tiempo tuvo miedo a los taxistas y sus autos amarillos. Recuerda que se subió a
un taxi por primera vez, recién a las 19 años, ya no por el trauma, sino porque
antes no se habría presentado necesidad de hacerlo. En fin.
Pensó en el coleccionista de
huesos solo un momento. El interés se le
desvió (nuevamente) en una noticia mucho más fascinante. Subió el volumen de su
nuevo televisor plasma (debía dos meses y medio de alquiler y temía al posible
desalojo, pero no podía pegarse el lujo de seguir viviendo una vida sin TV
Plasma), volvió al canal anterior, y con toda la disposición del mundo, escuchó
las declaraciones del noticiero. Toda su vida, habría soñado con cumplir odisea
similar a la narrada por el entrevistado. De chico, el abuelo alimentó la
curiosidad de esos ojos grandes y marrones con historias de tesoros escondidos.
Le enseñó, solo como los abuelos saben enseñar, la historia de la patria a
pedazos, los pedazos que sólo ellos recuerdan. Y este pedazo, se dividía a su
vez en pedacitos más pequeños. El tesoro escondido era parte de ese pedacito
más interesante. Rápidamente, el niño olvidó las batallas, la sangre derramada,
las mujeres abnegadas, las figuras protagónicas… y toda su atención fue para el
tesoro. Juró para sí, como los niños saben jurar, que alguna vez encontraría
ese tesoro.
Pero alguien se le adelantó. Y
peor aún, salió en la tele. La primicia no era suya. El estrellato, volvía a
ser una cosa con la que simplemente soñaba, algo reservado a las estrellas de
los realitys, a los artistas de televisión. El pedacito de historia de su
abuelo, se conjugaba con otro pedacito de historia, el contado por la abuela. El
tesoro era como una pieza (una sola) de un gran rompecabezas, y se
complementaba con la existencia de otro pedacito de historia. AL tesoro
resguardaban los espíritus, los famosos poras. Y pedacito con pedacito hacían
un pedazo mediano. Mediano como la mayor parte de las cosas de su vida, que no
eran ni pocas, ni mucho menos, muchas.
* * *
Sintió rabia y volvió a cambiar
de canal. Sencillo. El zapping, su mayor diversión. En el otro noticiero, un reportero medio histriónico
y con fama de antisocial, hablaba sobre otro hombre. Un señor viejo que
recolectaba huesos y hablaba de otro pedacito de la historia que como todo en
su vida (ya otra vez) conocía a medias. A su abuelo le brillaban los ojos y se
le escapaba una leve, e inentendible sonrisa cada vez que ese pedacito de
historia salía en una conversación casual. La abuela simplemente callaba. El
nieto nunca llegó a entender la ambigüedad en esa sonrisita apenas perceptible.
Pero si logró entender, a temprana edad, que esa y muchas otras cosas de los
pedacitos de historia de sus abuelos, era ambiguo.
Miro la tele un rato y luego
cambió de canal. Poco le importaba la labor de recolección de huesos de un
señor de apellido gutural. Era mejor desenterrar tesoros y cosas que brillan debajo
de la tierra.
¿A quien le importa?, dijo mientras
buscaba su programa de chismes de la tarde. Es solo un coleccionista de huesos.
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