lunes, 11 de noviembre de 2013

Oralidades (II)


Se sabía todas las palabras. Todas. Desde las más extensas, a las más cortitas, desde las más onomatopéyicas, a las nacidas de los saberes más elaborados.  Se le deslizaban las palabras por la boca, como se desliza el agua en las manos de un niño, o la arena en los relojes de antaño. Se le escurrían las palabras, dulces, amargas,  sensuales,  molestas,  chocantes, de todas las maneras. Pero lo cierto es que se le escurrían. Algo tenía su peculiar manejo del lenguaje a tan temprana edad, que lo hacían un vasto conocedor de diccionarios y expresiones en lengua española.

Las más brillantes y sutiles escaramuzas podían ser por siempre reinventadas en ese español aparentemente inacabable, porque se supone que las palabras nunca se acaban. Y si estas no mueren, tampoco mueren las excusas.

Prefería los exámenes orales. Se vanagloriaba sin problema alguno de su asombrosa capacidad para componer frases e ideas. No me gusta escribir, me gusta hablar, le dijo al profesor, el día en que éste, le pidió que redacte los aspectos centrales de su exposición oral, luego de la clase de historia. Su programa de radio tuvo más éxito en AM que en FM. En esta última, fue perdiendo rápidamente el raiting. En la fatiga de la cotidianeidad hasta el hastío, la gente común prefiere abstraerse con un playlist, antes que con los discursos de un charlatán.

En la mesa familiar, pasó de ser un hecho curioso y divertido, a ser ese pariente molestoso, que todos fingían querer.

Fulminó las hojas del libro de disciplina del colegio, en el ritual inconmensurable de firmar por sus malas acciones todos los días. El profesor de filosofía, a partir de ese hecho eternamente reiterado, usaba el ejemplo del compañero hablador, para que el resto de la clase se hiciera idea sobre Kant y sus obsesiones ritualistas.

De adulto, desmintió un viejo y falso mito sobre las mujeres y su insistencia en hablar durante el sexo. Más de una le tiró un almohadonazo para que se calle.

Fue, en grado superlativo, un abuso del hablante insomne.

Pero un día el extraño hombre se levantó sin emitir palabras.

Dolor de garganta, amigdalitis, cansancio. Muchas hipótesis se hicieron. Algunos incluso atinaron a suponer que no se le acabaron las palabras, pero si las ganas de hablar, o tal vez los argumentos para hacerlo. Uno no puede andar vomitando palabras porque sí. Debe haber una lógica tras las mismas, una idea o matriz de idea. Tal vez seguía teniendo palabras, pero nada más que decir.


El hombre, taciturno, se limita ahora a mirar a los reunidos a su alrededor. Recoge una taza de café, se abriga porque tiene frío, hace como que no se percata de la presencia de todos los que lo miran con asombro, y se recuesta en su sofá preferido. Dejó de hablar a todos, pero todos hablaron sobre él y su particular caso, hasta mucho tiempo después de su muerte.

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