martes, 13 de enero de 2009

Batallón 40


Y diosito me dijo que cuide las calles que me vieron crecer
Y cuide a aquellos que sufren
Y a mi tierra que no morirá.
Tierra que no olvidará…
[1]


I

Y allí estaba yo. Esperando enfrentarme a los Hunos y su temible Atila, mientras sacaba los clavos a mi Cristo crucificado y contaba las últimas sartas de mi rosario. Las plegarias del corazón se iban con el verano, dando paso a la ficción de otro otoño en las tierras de capricornio. El seco viento las llevaba lejos, hasta la morada de algún Dios, quizás el mío, quizás el de otros, pero Dios al fin. Y si mi voz angustiada era la única mensajera, el mensaje perdía su norte y llegaba a otros seres, a otros dioses ajenos a mi desdicha.
Y mi gastada ciudad de Asunción solo me ofrece un paisaje caótico y la vez desolado de una ciudad dormida. Pero yo no podría dormir con ella. Alguien debía hacer guardia y confrontarse a la blanca luna, que solo sabe mirarte airosa desde lejos, mientras tus torpes pasos se pasean por calles oscuras. Porque es allí cuando Asunción te ofrece toda la maldad del mundo. No necesitas irte lejos para saber lo que es la guerra, no necesitas irte lejos para sufrir el olvido o conocer la muerte. En mi caso al menos, bastaba con caminar un par de cuadras cortas hasta la parada del micro y esperar… esperar a que llegue el colectivo de mierda, y que lo haga rápido, porque son las diez de la noche y, aunque dicen que los caballos loco están del otro lado, sigo temiendo por mi etérea seguridad.
Y camino. No puedo dejar de sentir calor, puesto que el corazón de Sudamérica traspira incluso a estas horas. Parece ser que nunca descansa, ni la noche evita que el sudor surque su frente o que sus manos laboriosas busquen el pan inexistente, el pan de ceniza que se supone, lloverá algún día del cielo.
El primero en cerrarme paso es el mendigo. Quiere una moneda. Sabe bien que no le servirá de nada, porque mañana, el día se encargará de gastarla en cosas superfluas y vanas. No necesita instrucción intelectual para percatarse de mi indiferencia. Tengo el dinero justo para llegar a casa… o quizás tenga un poco más. No sé. De todas maneras, no debería cerrarme el paso.
Sigo caminando, ahora si, con más cuidado. Estoy a seis cuadras de la parada y las calles se han vuelto más oscuras. ¡¿Qué ya no funcionan las luces en este país?! Siento miedo, y de forma instintiva, meto la mano derecha en el bolsillo. Sostengo el rosario, pero… considero herrado e hipócrita mi actuar. Me doy asco…bueno, no sé si tanto como asco, pero repentinamente me siento mal. ¿Por qué habría de tomar un rosario entre mis manos cuando acababa de negar la moneda al mendigo? A fin de cuentas, ¿Quién era más creyente? ¿El que alaba a Dios en su casa, pero que al salir de ella, negaba la moneda al hermano, o el ateo radical que niega y reniega al Dios de los cielos, pero que no duda ante la miseria del mendigo y lo ayuda?
Apresuro la marcha. La segunda en cortarme el paso es una niña. ¿Cuántos años tendrá? ¿Once? ¿Trece? Quiere monedas. Esta vez ya no dudo en dárselas. Se las entrego, pero al hacerlo, no puedo evitar detenerme en su aspecto estrambótico. Uñas del color rojo carmesí, falda corta y un intento de camisilla. El pelo enmarañado y un ligero hedor, producto de su andar por las calurosas veredas desde muy temprano. Es triste verla así, pero más triste aún es cuando tus ojos se acostumbran a verla partir con el primer auto que para en la esquina.
¡Y siguen cortándome el paso! Ahora bien, es el propio auto, que subió a la niña y quiere subirme a mí también. Uno de ellos abre la puerta y me invita a pasar. Depravado sexual, lo miro y hecho a correr. Oigo un par de carcajadas cortas a lo lejos y el auto se marcha.
Cuatro cuadras. Atravieso flores y espinas en un peregrinar comúnmente extraordinario. Y más decepciones surcan las venas y avenidas de mi ciudad asuncena. Y todavía encuentro putas y mendigos que piden mis monedas, pareciera se que estas nunca son ni serán suficientes. Siempre piden más, siempre falta más.
Dos cuadras. Acaba de pasar un 56 frente a mí ¡Mierda que no lo vi antes! Ahora ya no hay nadie que me corte el paso y estoy a una cuadra de Oliva.
¿Por qué me empeñaba tanto en pelear contra Atila y sus Hunos? Era inaudito. No era más que uno de ellos, un ser bárbaro que surcaba día a día las calles de Asunción. No había civilización ni intento de civilización… ni mera ficción de civilización en las tierras como estas. Sería tonto de mi parte entonces, sacarle los clavos a un cristo roto, siendo que yo misma estoy clavada en mis propios infiernos terrenales. Y los clavos ¿Me los puse yo o me los puso otro? Eso es lo de menos.
Y los otros, esas otras cruces. Las que veo pasar día a día en las esquinas. Mis propias monedas, las que ofrecía a costa de acallar sus pedidos insistentes. Ellas mismas, llevaban incrustadas sus cruces personales, tras las caras del Mcal López o algún prócer de la independencia. Marca registrada del terror, de su calvario.
De Oliva a Cerro Corá, de ahí a General Aquino. Paso por la vieja plaza de mi infancia, aquel célebre Batallón 40, dirigido por Bernardino Caballero durante la Triple Alianza. Allí mismo, jugábamos a ser los soldados que nunca seríamos. Tonta inocencia la de los niños, que se sienten realizados ante la sola idea de cargar con un fusil para defender a la patria… o quizás no sea el patriotismo lo que los emociona, sino la sola idea del combate, los enfrentamientos a quemarropa con algún enemigo sutil y la quimera en la que se baten esplendorosamente contra sus adversarios mortales. Mucho antes de saber lo que es en verdad la guerra, la belicosidad precoz de mis vecinitos la trasladó de los sueños a la realidad, dando inicio a las primeras peleas de la calle. Estas, en un principio fueron inofensivas, pero no tardó el tiempo en dotarlas de crudeza. Y como yo era una niña, exigía un trato más delicado en mis juegos de infanta; de modo tal que en una tarde de esas, en las que el sol calienta el pavimento hasta volverlo inhóspito, me vi obligada a abandonar a mi batallón 40. Mamá me dijo que ya no jugara más con esos chicos, porque eran mala compañía para mí.
Y a esa edad, yo solo sabía obedecerla…
Siendo de noche, vuelvo a pasar—como todos los días a esa misma hora—por la plaza. Esta, se halla rodeada por el halo de alguna quietud y misterio alarmantes. Tengo 18 años y han pasado 9 desde la última vez que jugué en sus terrenos. ¿Pero saben qué? Nunca se deja de ser lo suficientemente niña como para extrañarla… a la plaza, a los niños que jugaban en ella. A mi padre, antes de que este partiera al prometido más allá de los católicos. A la popular fiesta patronal que organizaban Doña Estela y los vecinos—y su mbeju que siempre se quemaba—A la pelota tatá que quemó los pantalones del tío Roberto, y el pobre viejo que se asustó tanto, que casi muere de taquicardia. A los campesinos que cada tanto se instalaban sus areneros y paseos cuando llegaban de sus lejanas casas hasta la capital. Al partido so´o, la infaltable misa de los domingos por la mañana, y al asadito que venía después… el tan famoso asado con todos los vecinos, a la par de la cumbia estridente esa. ¿Y como no? Al inolvidable primer amor de la infancia, de esos de cuando tenías 9 y apenas entendías el mecanismo de la vida. No se deja de ser lo suficientemente niña para resguardarse ante la sombra de un pasado alegre cada vez que el micro te pasee frente a la plaza de tu atesorada infancia.
[1] Fragmento de una canción del grupo La Secreta.


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