martes, 13 de enero de 2009

A pedido del público

Hoy nio me fui a almorzar con Edu Quintana, mi amigo de derecha que siempre cree que una conversación conmigo es una covertura sobre los mambos de la izquierda en py... pero we, lo chulina del asunto es que cuando se logra saluir de ese contexto de izquierdas u derechas, se puede hablar de cosas que a mi me gustan más, entiendase, nuestras vidas..
y yo co le prometí este cuento..... viejoooooo, de la época de la REAL 06... a mi no me gusta tocar las cosas del pasado, porque yo siempre voy a extrañar mi pasado, por eso me esfuerzo en olvidar muchas cosas, porque me duelen que ya no esten cuando me acuerdo de ellas, por eso le felicito a Cave por devolverme mis cartas... muy inteligente de su parte, pega hacerle a la hoguera 2009 gente!
aca va el cuento edu... a mi ya no me gusta, porque es y seguirá siendo un cuento de catarsis que no trascendió... una cagada pa literatura
este cuento me hace acordar a clau peña
------------------------------------------------------

Solamente solo existo en este altar
Solamente solo persisto en este amar

Beto Cuevas

La tarde era triste y gris, al igual que su corazón, que también estaba triste pero no así de color gris, porque los corazones no acostumbran cambiar de color como las flores y el clima. Pero en fin… lo cierto es que este corazón- al cual podríamos catalogar de “incoloro”- estaba deteriorado- para no decir que estaba “roto”, lo cual se constituye como un calificativo trillado y hasta si se quiere decir cursi para este tipo de narraciones- con las heridas sangrantes, buscando sanarse y reponerse de alguna manera.
Este corazón tenía un dueño. Un dueño bastante común y particular a la vez. Era yo. Aquel era mi corazón, joven e idealista, que latía vacilante a causa de una herida.
Y ahí estaba yo. Sola pero acompañada. Acompañada por un buen número de desconocidos que iban y venían en su eterno recorrer por aquella concurrida avenida, deseoso de llegar a sus respectivos destinos. Y sola, porque aquella basta compañía de extraños no me pertenecía. Eran muchos, pero ninguno era verdaderamente mío.
Sola como estaba y con el corazón lacerado por los recuerdos de un ayer que ya no era alegre, caminé por la vereda. Hacía frío, a diferencia de otras veces, en las que el caminar era caluroso y húmedo. Pero hoy no había sol abrasador ni calor sofocante en aquel rincón de la ciudad.
Me tambaleé vacilante por la avenida. Al cabo de un rato, mis ganas de entrar menguaron. Algo dentro de mi dudaba y hacía del peregrinar una tediosa obligación, una tortura, porque las ganas originales se habían esfumado, convirtiéndome ahora en un manojo de nervios, que clasificaba a los autos por colores y marcas con tal de matar el tiempo, con tal de no entrar. Quise recostarme contra la pared de algún edificio público o sentarme en la vereda, como acostumbraba hacerlo siempre que mis largas y agotadoras caminatas de estudiante me lo pedían. Pero no era ahora el cansancio físico lo que me agobiaba. Era otro tipo de cansancio, uno más cansador que todos los demás cansancios. Era algo trascendente, espiritual, algo con lo que no se puede ni se debe vivir todos los días.
Mis torpes pasos se dirigieron al templo situado sobre la avenida. A aquel lugar que en algún momento de mi vida fue motivo de gloria, entusiasmo y esperanza. Aquel lugar que fue, y- por más que no quiera admitirlo- sigue siendo alimento para mi alma, porque la fe en mi Señor sigue aquí, latiendo en mi pecho, y es en su casa en donde descansan las penas y sinsabores de mi vida.
Los pasos se hacían más lentos a medida que me acercaba a la puerta. Me temblaban las piernas ante la sola idea de entrar y encontrarme con aquello que venía a buscar. Era un sinsentido, un juego mal planeado.
Pero una vez adentro, caminé por los amplios pasillos, dando un sin número de vueltas en círculo una y otra vez por los mismos lugares. A cada segundo me detenía a contemplar los detalles de aquella magnánima infraestructura, a contar el número de ladrillos de las murallas o los mosaicos de las ventanas, a juntar hojas o a oler flores- Parte de mi voluntad quería seguir avanzando y llegar hasta donde debía llegar. Pero la otra parte- más conservadora y tímida- pretendía volver a la avenida a mirar a los autos y a la gente pasar, con tal de no encontrarse con problemas.
De esa tarde fría recuerdo el viento. Aquel viento sigiloso pero a la vez violento que anuncia el vendaval. Las nubes grises, los mosaicos de la iglesia. La majestuosa cúpula y un buen número de gente que resultó ser conocida- no todas las personas son perfectos desconocidos en la calle- y me observaba extrañada, casi perpleja.
- “¿Qué hacía ella acá?”- era esa su pregunta- “¿Por qué venía?” ”¿Qué estaba buscando en el templo?”
Yo reí con desdén, puesto que ellos sabían la respuesta. La conocían tan bien como se conocían a ellos mismos. Tan bien como yo misma a la hora de idear el motivo para estar aquí y camuflarlo con la excusa menos creíble y más barata en la historia del mundo, excusa solo aceptada por niños pequeños y gente inocente- más ingenua que inocente-
Y es que así son las excusas: tontas… porque son innecesarias. La verdad es una sola y no hay excusa que pueda camuflarla a la larga. Mientras tanto caminaba y caminaba, pero parecía no a alcanzaría mi meta. Por más que apretase el paso, siempre me faltaba un poco más para llegar.
Los extraños continuaron mirándome y susurrando sus palabras, sombras azules en aquella tarde gris. Despojos errantes, eso si, no más errantes que yo y mis pasos… y mis palabras, que buscaban salir y no podían. Y mi garganta, que carraspeaba. Y mis lágrimas que buscaban esconderse para que las sombras no las vean. Al menos estaban lejos de mí, guardando distancia, y no interferían en mi camino. No me cuestionaron de frente, pero bastó con sus miradas para saberme intrusa, una curiosidad más para su circo. Era plenamente conciente de que para muchos de ellos yo no era bienvenida
Una vez en el interior del templo, me dispuse a contemplarlo. La paz se respiraba en el, esa paz que había ido a buscar y que parecía de vidrio, frágil como el mimbre.
En el altar solo había una vela encendida, una sola. Y las sombras se proyectaban, dando a los santos un aspecto aún más solemne del que habitualmente eran característicos. Las cúpulas estaban a oscuras, pero aquella era una oscuridad mansa, no siniestra. Hasta ese momento, nada temible podría pasarme.
Aquella vela en el altar… la había prendido una vez, cuando tuve la ocasión de asistir a una de las misas. Desde entonces, contemplaba al altar con veneración, porque era recuerdo eterno de un instante de gloria, en donde nos sentimos tocados por cosas sagradas o hasta si se quiere decir divinas. Ahora, esa vela era solo una luz, pero algo dentro de ella seguía teniendo ese sabor a esperanza.
Pero seguía temblando y esta vez no eran solo mis piernas, sino todo mi cuerpo. Manos sudorosas, corazón palpitante, mejillas y nariz rojas, hasta los ojos vidriosos. Era triste, pero no lastimero. No. Era algo sincero, no el clásico teatro que las novias bobas ensayan semanas antes para pedir perdón a sus novios, o el discurso memorizado de los malos hijos que planean comprar a sus padres con miraditas falsas. ¡No! Aquella era la manifestación de un sentimiento que buscaba acabar, la necesidad de una verdad que quería ser contada de una vez por todas…
Y finalmente estaba ahí. La RAZÓN- en letras mayúsculas- por la cual mis torpes pasos se detuvieron al fin. La razón del dolor, la que explicaba la desaprobación de las sombras azules- sus fieles aliadas- Estaba ahí, frente a la cruz del Señor, profiriendo sus oraciones, queriendo conciliarse con Dios, ya que solo este podía entenderlo, o mejor aún, aceptarlo así tal cual era, con virtudes, defectos y demás agregados.
No me vio al entrar, ni se percató de mi llegada. Yacía frente al altar, absorto en sus pensamientos. Nunca antes su imagen me había parecido tan imponente, tan temible o desafiante. No eran necesarias sus palabras o las mías. Con solo verlo, me invadieron el miedo y el alivio.- los dos al mismo tiempo- Alivio, porque al fin diría lo que tenía por decir. Miedo… porque sabía lo aniquiladora y desmoralizante que podía llegar a ser su respuesta.
Y si, la razón eras vos. Lo pendiente, lo olvidado, lo muchas veces ignorado. Eras vos y nuestra historia, la que me obliga a sentir nostalgia cada vez que piso este templo, la misma a la que tengo el valor de renunciar para escribir algo nuevo
Todo se resume en eso. Mis ojos en los tuyos. Mis manos crispadas y tus brazos cruzados. Y los dos ante Dios, realidad absoluta. ¿Buscábamos la verdad? Ahí la teníamos.
Solo te pido que me escuches. Nada más. No es retórica lo que te vengo a mostrar. No son las armas las que quiero desenvainar. Esto no es un combate bajo ningún punto de vista. Son mi corazón y mis ganas de probar algo diferente. Así que cuando hable, quiero que escuches bien lo que tengo por decirte, porque voy a hablar de adentro, y el que te habla no soy solo yo, es también mi corazón.

1 comentario: